El fantasma de la legalización del cannabis recorre Europa: se acaba de liberalizar en Alemania su consumo, cultivo y comercialización -esta, limitadamente-; tras el asesinato de los guardias civiles en Barbate, el alcalde de la Línea sugiere que es la solución para el narcotráfico; el Ministerio de Sanidad ha abierto una consulta para regular el cannabis medicinal y voces diversas la reclaman en prensa. Aunque a todos nos gustan soluciones fáciles para problemas complejos, la cuestión requiere un análisis serio.
En primer lugar, hay que centrar el debate. El cannabis como medicina ya está plenamente admitido, con las cautelas médicas normales. Por tanto, la cuestión es si se debe permitir su comercialización como droga «recreacional», como sucede con el alcohol o el tabaco. Los argumentos a favor de la legalización son varios: recaudación de impuestos, eliminación del tráfico ilegal y del crimen asociado a él y una mayor seguridad para el consumidor. En contra, se alega que podría aumentar el consumo, dañando la salud y en consecuencia la economía.
Para evaluar el peso de estos argumentos tenemos la suerte de contar con numerosos estudios tras su legalización en la última década en muchos Estados de EEUU y Canadá.
Empecemos con los impuestos: en 2023 en EEUU se recaudaron casi 4.000 millones de dólares, cantidad que podría aumentar hasta más 6.000 si se legalizara en todos los Estados. Cantidades muy importantes pero que desde luego no son la «lluvia de millones» que anunciaba El País para la legalización alemana.
En cuanto a los efectos sobre el crimen organizado, algunos estudios han comprobado una reducción del crimen posterior a la legalización en los Estados fronterizos con México. Sin embargo, el tráfico ilegal apenas ha disminuido tras la legalización. Un reciente estudio del Cato Institute afirma que en California más del 70% de la venta es ilegal siete años después de la legalización, lo que achaca a los altos impuestos –que son semejantes a los del alcohol–. Subrayan que si se aumentan los impuestos (para recaudar más y limitar el consumo), se incrementa el tráfico ilegal y los recursos dedicados a controlarlo (en 2023 se incautó más cannabis que nunca en California). Como muestra de que la legalización no acaba con el crimen, apenas unos días después del asesinato de guardias civiles por los narcos en Barbate, la historia se repitió como farsa: un coche de contrabandistas de tabaco embestía a otro de la guardia civil.
«Todos los estudios reflejan un incremento del consumo y de la adicción en los Estados de EEUU que lo han legalizado»
Tampoco ha mejorado la seguridad de los consumidores, pues se pretendía limitar la concentración del elemento psicoactivo (THC) del cannabis, pero en la práctica ha aumentado tanto en el cannabis legal como ilegal. Además, esto plantea el mismo problema que los impuestos: a más control, más mercado negro.
Todos los estudios reflejan un incremento del consumo y de la adicción en los Estados que han legalizado: de un 20% en general, y de hasta el 50% en el grupo entre 18 y 25 años. Aumenta la intención de consumir, particularmente entre los grupos con menos propensión y se reduce el rechazo social al consumo. Se crea la percepción de que el consumo es común y aceptable, y de que su riesgo es bajo y, siendo todos ellos factores que predicen un mayor consumo de cannabis (Gilson et al., 2022). En estos Estados, se observan también incrementos significativos en emergencias médicas y accidentes de coche relacionados con el consumo de cannabis.
Es necesario recordar que el cannabis es una droga altamente adictiva: un 10% de los que la consumen se convierten en adictos (15% si comienzan en la adolescencia). Además, multiplica entre dos y cuatro veces el riesgo de sufrir enfermedades mentales graves como la esquizofrenia (ver aquí y aquí). También aumenta en un 30% el riesgo de depresión, y en un 350% el de tentativa de suicidio (aquí) y, multiplica por tres los episodios graves en las personas con trastorno bipolar (aquí). Un estudio reciente encuentra una fuerte correlación con la legalización de la marihuana y tasas más altas de suicidio adolescente. Por otra parte, afecta gravemente a las capacidades cognitivas –especialmente a la memoria (aquí)– y a la motivación y al control emocional.
«Se deben sacar lecciones del éxito conseguido con el tabaco»
Si tenemos en cuenta el coste económico de las enfermedades mentales en EEUU, un incremento del 20% en el consumo supondrá como mínimo un coste de 20.000 millones de dólares. Y eso sin contar la bajada de productividad derivada de la pérdida de capacidad y motivación que afecta a todos los consumidores. Y sin contar, tampoco, con lo más importante: las vidas descarriladas y el sufrimiento de los adictos y sus familias.
Todo lo anterior no significa que no haya que legalizar el cannabis, sino que si se hace hay que aprender de la experiencia de Canadá y EEUU. El objetivo no debe ser la recaudación de impuestos sino la reducción del consumo, y para esto último se deben sacar lecciones del éxito conseguido con el tabaco. De 2013 a 2022 el porcentaje de jóvenes de EEUU que fuman tabaco pasó del 36% al 13%. En el mismo periodo, el de los fumadores de marihuana aumentado del 17% al 26%. Antes siquiera de plantear una legalización que se ha demostrado que banaliza el consumo y produce una falsa ilusión de seguridad, es necesario concienciar a los jóvenes –y menos jóvenes– sobre el extraordinario peligro de esta droga. Sólo después se podrá plantear una legalización, en todo caso aplicando una regulación sobre advertencias y publicidad y unos impuestos altos que se han demostrado como medidas disuasorias eficaces en el caso del tabaco.
También hay que saber que la legalización no acaba con el tráfico ilegal y que habrá que dedicar recursos al control y a las campañas contra su uso. Finalmente, es importante pararse a distinguir –como decía Machado– «las voces de los ecos», pues mucho de lo que se oye y lee sobre esta cuestión son ecos financiados por una industria multimillonaria, preocupada por sus beneficios y no por la salud pública.